Una humareda maloliente recorre un campamento de refugiados a pasos de la frontera entre México y Estados Unidos, producto de fogatas constantes y de montañas de desechos humanos. Padres e hijos viven en un mar de carpas y lonas, algunas atadas con bolsas de basura. Los hay quienes duermen a la intemperie bajo temperaturas a veces de congelación.
Justina, quien dice haberle escapado a la persecución política en Nicaragua y busca asilo en Estados Unidos, trata de mantener saludable a su beba de ocho meses en la carpa que ocupan. A la niña, Samantha, se le diagnosticó neumonía y hace poco fue dada de baja en un hospital donde escasean los antibióticos.
“Aquí yo aguanto frío, hambre y todo porque no tengo recursos y la niña también aguanta”, dijo Justina, quien no quiso dar su apellido por razones de seguridad.
El campamento es producto de la política del gobierno estadounidense de Donald Trump que obliga a las personas que piden asilo a permanecer en México mientras se procesan sus solicitudes. Más de 55.000 personas, incluidas Justina y Samantha, se encuentran en esa situación.
Una crisis humanitaria se agrava con cada día que pasa en el campamento de Matamoros, del otro lado de Brownsville, Texas, donde se observa una bandera estadounidense ondeante desde más de 700 carpas. Unos 2000 migrantes esperan ser citados por los tribunales de inmigración estadounidenses en medio de condiciones médicas y sanitarias en franco deterioro.
Escasea al agua potable. La gente debe hacer cola por media hora para recibir leche y baldes con agua. Algunas personas se bañan y lavan sus ropas en el río Bravo (Grande en Estados Unidos), a sabiendas de que está contaminado con E.coli y otras bacterias. Dependen de donantes para sus comidas o pescan en el río y cocinan lo que sacan prendiendo fogatas con leños.
Cerca de los inodoros de madera huele a excrementos. Revolotean las moscas sobre papel higiénico dejado en el piso. Un voluntario limpia con una pala materia fecal acumulada frente a unos inodoros.
Las condiciones del campamento reflejan los peligros para la salud asociados con la política de “Quédense en México” y cómo las organizaciones sin fines de lucro se debaten por ofrecer atención médica y otros servicios básicos sin el apoyo de los gobiernos de Estados Unidos ni de México.
La agrupación Médicos Sin Fronteras dice que en tres semanas de octubre realizó 178 consultas médicas en el campamento de Matamoros por condiciones que iban desde diarrea, presión alta y asma hasta trastornos psiquiátricos. Más de la mitad de los pacientes fueron menores de 15 años.
La nueva política estadounidense hizo que mermase la cantidad de personas que cruzan la frontera sur, una de las prioridades de Trump, cuyo gobierno dijo el jueves que las detenciones en la frontera habían caído por quinto mes seguido.
Mark Morgan, comisionado interino del Servicio de Protección de Aduanas y Fronteras de Estados Unidos, dijo que programas como Quédense en México, parte de lo que se llama Protocolo de Protección de Migrantes (PPM) ,han tenido un gran impacto.
“El PPM ha sido un gran éxito” desde una perspectiva policial, expresó Morgan.
Cuando Estados Unidos y México anunciaron el programa en diciembre, México se comprometió a suministrar permisos de trabajo y otra asistencia a los migrantes que esperan ser atendidos por los tribunales estadounidenses.
El mes pasado, el Departamento de Seguridad Nacional dijo que “tiene entendido” que los migrantes “tienen acceso a cuidados y ayuda humanitaria, alimentos y vivienda, permisos de trabajo y educación”. Agregó que Estados Unidos había aportado más de 17 millones de dólares para usar en refugios y otras opciones de vivienda.
Pero en Matamoros hacen falta muchas cosas. Más de 11.000 personas fueron devueltas hasta el 1ro de octubre, de acuerdo con cifras oficiales obtenidas por la Associated Press.
Los migrantes reciben atención médica en una clínica callejera manejada por Global Response Management, una pequeña organización sin fines de lucro que trabaja en zonas de combate y de desastres. Personas que buscan asilo ayudan en la clínica, incluidos dos que hablan inglés y hacen de traductores, uno cubano y otro venezolano.
Helen Perry, enfermera y directora de operaciones de Global Response Management, atendió a una docena de pacientes una tarde reciente, que esperaban bajo una lona que los protegía del sol
Una mujer del sur de México dijo que sentía dolores en la espalda causados por un ataque que sufrió. Un niño salvadoreño de tres años tenía fiebre y dolores de garganta. Otro de cuatro se había deshidratado y bebía Pedialyte mientras Perry examinaba la boca de su padre, alumbrándose con un iPhone.
Perry luego vio a un cubano que se quejaba de fuertes dolores en el pecho, que llegaban al mentón y al hombro izquierdo. Le puso un estetoscopio en el pecho y acto seguido usó un aparato de ultrasonidos acoplado a su teléfono para observar su corazón. Parecía que estaba teniendo un paro cardíaco moderado.
Dispuso que unos voluntarios lo llevasen en un taxi a un hospital. Quince minutos después de que se había ido llegó una ambulancia de las Cruz Roja. El cubano fue dado de alta al día siguiente.
“He visto otras crisis humanitarias en el mundo y puedo decir que esta es una de las peores”, comentó Perry. “Y va a empeorar más todavía, rápidamente”.
Justina y su bebé Samantha lo están experimentando en carne propia. Ingresaron a Estados Unidos en septiembre para pedir asilo y fueron llevadas a una instalación de la Patrulla de Fronteras que los migrantes llaman “la hielera”.
Allí Samantha empezó a tener fiebre y a toser. Hasta que se le declaró una neumonía.
Justina dice que los agentes la llevaron a un hospital, donde Samantha fue atendida y recibió antibióticos. Cuando su salud se estabilizó, fueron devueltas a México.
“Me atendieron súperbien allá adentro, pero cuando ella vino aquí, sinceramente, cuando me deportaron… se me agravó”, dijo Justina.
Algunas personas del campamento la ayudaron a tomar un autobús para ir a un hospital de Matamoros, donde a la beba le diagnosticaron un problema respiratorio. Samantha estuvo hospitalizada cinco días, al cabo de los cuales la dieron de baja y le suministraron antibióticos otra vez.
Su próxima cita con los tribunales estadounidenses es en enero.
“No quiero que nada me le pase a mi niña, sinceramente”, dijo la nicaragüense. “La verdad es que aquí corremos mucho peligro nosotros”.
El campamento de Matamoros, una ciudad de 450.000 habitantes en el estado de Tamaulipas, padece una violencia y corrupción endémicas derivadas del narcotráfico. El Departamento de Estado norteamericano dice que aquí se corre el mismo peligro que en Siria.
Morgan, el comisionado interino de Protección de Aduanas y Fronteras, dijo que las historias de que los migrantes son secuestrados o atacados en las ciudades fronterizas de México son “anecdóticas”.
Indicó también que cualquiera que tema por su vida en México puede buscar refugio en uno de los puertos de ingreso de Estados Unidos. Muchas personas que piden asilo, sin embargo, han sido rechazadas en esos puertos o enviadas de vuelta a México después de presentar sus casos en tribunales estadounidenses.
El gobierno de Tamaulipas tiene su propia clínica en el campamento, en la que colabora Médicos Sin Fronteras. El campamento tiene ahora duchas con casetas y una bomba de agua, aunque mucha gente sigue yendo al río.
Las autoridades de Matamoros y de Brownsville están trabajando con organizaciones sin fines de lucro para conseguir vacunas para la gripe, más medicinas y carpas nuevas para afrontar el invierno que se avecina. También están pendientes de cualquier signo de sarampión.
El gobierno de Tamaulipas trató de trasladar a los migrantes a un nuevo albergue que abrió hace poco y que podría acomodar a varios cientos de personas.
Pero los migrantes en general se niegan a irse. Desde el campamento pueden ver la carpa que hizo construir el gobierno de Trump del lado estadounidense de la frontera desde la cual pueden presentar sus casos por video a los jueces.
Varios cientos de personas dicen que temen perder su cita o que México los deporte. Las autoridades mexicanas han despachado autobuses con cientos de migrantes a ciudades lejos de la frontera, sin ofrecerles viaje de vuelta para cuando tengan cita.
Numerosos videos filmados por los migrantes muestran a un funcionario mexicano que parece estar insinuando que si las familias no se van del campamento de Matamoros, las autoridades podrían quitarles a sus hijos por los peligros que enfrentan aquí, lo que trae a la mente la separación de familias que dispuso durante un tiempo el gobierno de Trump. Las autoridades mexicanas dijeron que las familias no serían separadas.
Global Response Management planea traer un acoplado pronto para ampliar su capacidad de atender a migrantes.
“Lo importante es que no me corresponde a mí resolver la parte política de todo esto ni arreglar el sistema de inmigración”, expresó Perry. “Mi trabajo es ofrecer atención médica, darles medicinas y esperanzas”.
Del otro lado del río Bravo hay carteles que dicen que Quédense en México funciona como se pensaba.
En el Rio Grande Valley, el punto más austral de Texas y por muchos años el sector de la frontera por donde se hacían más cruces, la Patrulla de Fronteras detiene a unas 300 personas todos los días. En mayo arrestaba a 2.000 diarias.
Por años, grandes cantidades de familias cruzaron el río Bravo a pie o en balsas. Los coyotes enviaban a las familias a sitios conocidos y les decían que esperasen allí que la Patrulla de Fronteras las detuviese.
Ahora, las rutas próximas al río, donde los agentes divisaban familias varias veces en un día, están generalmente vacías. Y los centros de procesamiento de la Patrulla de Fronteras retienen a cada vez menos migrantes.
Cientos de agentes asignados a los centros de procesamiento o a monitorear migrantes están cumpliendo de nuevo sus tareas habituales.
“Queremos hacer nuestro trabajo, no lo que estábamos haciendo”, dijo un agente, Hermann Rivera, durante una visita reciente.
Las familias que piden asilo son detenidas rápidamente y llevadas a la frontera, con citas para más adelante. A menudo las dejan a varias horas de los sitios por donde cruzaron originalmente.
Los agentes no deben enviar de vuelta a menores que viajan solos y pueden hacer excepciones con “poblaciones vulnerables”, aunque ha habido varios casos de mujeres embarazadas o enfermas que de todos modos fueron devueltas a México.
Rodolfo Harisch, jefe de la oficina de la Patrulla de Fronteras en el Rio Grande Valley, declaró en una vista de septiembre que esa dependencia estaba enviando hasta 1.200 personas semanalmente a México.
“¿Quién los ampara?”, preguntó Efrén Olivares, abogado del Texas Civil Rights Project.
“No sé”, respondió Karisch.
La Jornada