Por: Adolfo Calderón Sabido
Santa Clara, Yucatán.
La playa se ha llenado de alambradas.
Lo que era mar abierto, horizonte limpio, ahora tiene postes de concreto y malla ciclónica como si el océano también debiera mostrar pasaporte.
Un extranjero—rubio, sonrisa colgate pero con alma de bulldozer—ha decidido que la playa le pertenece. Que puede ponerle rejas a los yucatecos. Que el oleaje necesita permiso para pasar.
El caso no es nuevo, pero esta vez llegó al absurdo: colocaron piedras y cercado justo donde rompen las olas. Un muro. No de Berlín. No de Texas. Uno más cercano y grotesco: en la arena que debería ser de todos.
Yucatán, tierra de hospitalidad, vuelve a ser invadida no por conquistadores armados, sino por turistas con dólares que se creen virreyes. Compran un predio y se lo llevan con todo y la playa. Lo increíble es que lo hacen sin que nadie les diga “hasta aquí”.
¿El mar ya tiene dueño y no nos avisaron?
La pareja de extranjeros ya es famosa en la zona. No por sus modales ni por compartir cochinita. No. Por cerrar accesos, intimidar con abogados y mirarte como si tú fueras el invasor, aunque lleves tres generaciones naciendo en Yucatán.
Mientras tanto, la comunidad de Santa Clara observa, indignada y frustrada. “Ni en Miami te dejan hacer esto”, dice un pescador. Y tiene razón. Allá el mar es del pueblo. Aquí, parece que hay que pedirle permiso a Brad y Susan para ver el atardecer.
Este caso debe encender todas las alarmas. Porque no se trata de un cerco, sino de un símbolo. De hasta dónde llega la gentrificación cuando el mar se vuelve privado. Cuando el paraíso se alambró y los yucatecos tienen que pedir permiso para pisar la arena donde aprendieron a nadar.
¿Hasta cuándo?
¿Hasta que toda la costa esté dividida por rejas?
Esto no es solo una cerca.
Es un agravio.
Una ofensa con varillas y concreto.
Y desde aquí, desde Macondo, decimos con toda claridad:
el mar no se cerca.
