Hace algún tiempo coordiné el libro Los Amos de México (editorial Planeta), una obra que describe la biografía de los grandes barones del dinero: Carlos Slim, Ricardo Salinas Pliego, Emilio Azcárraga, Vázquez Raña, Roberto González el Maseco, Alberto Bailleres, Roberto Hernández, entre otros. En la introducción del libro argumenté que seguir sus vidas es una manera de explicar al país, toda vez que se trata de los grandes titiriteros que mueven los hilos de otros poderes. Los presidentes y los partidos cambian a ritmo sexenal, los grandes empresarios y sus sucesores, en cambio, siempre están allí. Nunca más claro que ahora.
López Obrador anunció esta semana que algunos de los mencionados arriba o sus asociados y descendientes, formarán parte de un cuerpo de asesores de la Presidencia. En la lista están incluidos los mandamases de las tres cadenas de televisión abierta: Televisa, TV Azteca y Cadena Tres: Ricardo Salinas Pliego, Bernardo Gómez y Olegario Vázquez Adir, respectivamente. Completan al grupo Carlos Hank González de Banorte (nieto por vía paterna del célebre político mexiquense y de Roberto González por vía materna), Miguel Alemán Magnani (Interjet, hijo del ex presidente), Miguel Rincón (cuadernos Scribe y PIPSA) y Daniel Chávez (Grupo hotelero Vidanta).
No pretendo rasgarme las vestiduras ni echar leña al fuego por la incorporación al tren de los vencedores de personajes que en otro momento fueron considerados parte de la mafia en el poder. Una y otra vez, el propio líder opositor se quejó de las televisoras y la manera en que manipulaban la realidad en beneficio de sus intereses y el de las élites. Hoy ha decidido gobernar con ellos.
Tampoco pretendo satanizar a estos personajes. Si no existiera Olegario Vázquez o un Salinas Pliego, estaría alguien con otro nombre en la cima de un imperio similar. No se trata de que sean buenas o malas personas, o que quitando a uno y poniendo a otro las cosas vayan a mejorar. Ellos son producto de un sistema que a su vez han contribuido a modelar a su favor acumulando poder y privilegios que usan para mantenerse en la cresta de la ola cuando los cambios derriban a los demás.
A lo largo del siglo XX el presidencialismo era tal que permitía a cada mandatario apoyar a sus propios empresarios; constructores, concesionarios e industriales que adquirían protagonismo sexenal. La llegada de un nuevo presidente suponía el relevo de otra camada de empresarios mimados por el poder en turno. Eso terminó en el siglo XXI. El debilitamiento del presidencialismo, la globalización y la alternancia los hizo mucho más ricos que antes y les dio mayor autonomía. Hoy los dueños del dinero ya no son “soldados del PRI”, como alguna vez se definió a sí mismo Emilio “El Tigre” Azcárraga. Hoy son poderes frente a los cuales los candidatos presidenciales suelen desfilar pidiendo apoyo.
Es evidente que López Obrador es un consumado operador de la real politik, un hombre con sentido práctico. Entiende que no puede gobernar enfrentado a la élite empresarial porque ello implica desafiar a los mercados financieros. El inoportuno y pueril ataque de Ricardo Monreal en contra de las comisiones leoninas de los bancos (el fondo de su argumento es cierto, la forma un desatino) ofreció una muestra del descalabro que puede provocar al peso y a la deuda externa una gestión unilateral de la economía.
Andrés Manuel dijo que la reforma educativa había sido un fracaso, entre otras cosas, porque se había hecho sin involucrar a su principal protagonista, los maestros. Quiero pensar que la convocatoria a estos grandes empresarios no representa una claudicación de su proyecto de cambio, sino la aceptación de que cualquier modificación en los injustos patrones de acumulación de la riqueza no puede hacerse sin el concurso de sus propios protagonistas.
México es un país de desigualdades intolerables. No habrán de resolverse empobreciendo a estos capitanes del dinero sino cambiando las distorsiones que hicieron posible las ganancias desproporcionadas, producto de los privilegios, los monopolios y el abuso. Está claro que ir frontalmente en contra de ellos produciría una desestabilización que lastimaría a todos, aislaría al Gobierno y terminaría por lastrar incluso el apoyo popular.
Todo eso puedo entenderlo. Pero me carcome una pregunta: ¿es posible un cambio de régimen con tales aliados? Estos nuevos consejeros presidenciales no están allí precisamente por su amor a México, ni el presidente los está convocando porque son sus nuevos mejores amigos o porque confíe en ellos. López Obrador pretende utilizarlos en beneficio de su proyecto; ellos participan para defender sus intereses. La pregunta es: ¿quién terminará usando a quién?