La guerra contra las drogas ha terminado por exhibir su sentido profundo. El argumento bajo el cual desde los años de Nixon se inventó esta guerra decía que era necesario atacar los territorios donde se cultivaban estas sustancias porque su consumo dañaba la salud de sus poblaciones. Pero ese argumento, como veremos, en realidad ocultaba otra intención.
Al cabo de los años, la guerra contra las drogas se convirtió en una guerra fallida. La razón de su fracaso es que no se puede combatir un mercado con armas. Aun cuando se invierten millones de dólares, los narcotraficantes eluden todos los tapones que Estados Unidos inventa para impedir sus operaciones: si cierran el circuito terrestre, se desplazan al mar; si éste se bloquea, se desplazan al transporte con submarinos; si éstos se capturan, se mueven a los túneles; si éstos se descubren, utilizan la vía aérea; si el Pacífico empieza a estar muy vigilado, entonces el tráfico se mueve hacia el Atlántico y el Caribe; la versatilidad de los narcos se alimenta de un flujo también sostenido por millones de dólares… En fin, que los señores del narco tienen la capacidad de explorar siempre nuevos canales para hacer llegar la droga a su destino: como toda empresa capitalista, la rentabilidad les permite movilizar múltiples recursos. Además, se ha visto que, a pesar del dinero invertido y a pesar de los miles de personas asesinadas, el impacto en el negocio es ridículo: el precio de la droga en el mercado urbano norteamericano apenas sube unos centavos. Como ha señalado el presidente Petro: nosotros, los países latinoamericanos, ponemos los muertos (200 mil, según cifras conservadoras), pero en los países consumidores, los trastornos son moderados. Así que, si el propósito declarado es reducir las drogas, entonces es claro que esa intencionalidad ha fallado. Sin embargo, neciamente, persiste. Por ello, cabe preguntar: ¿cuál es entonces la verdadera razón de esta guerra?
Las guerras contra las drogas empiezan a exhibir, al cabo de los años, sus auténticas intenciones: distraer o desviar la atención. El propósito de proteger la salud se revela como falso, pues tras su discurso se oculta otra intención: generar inestabilidad en los países donde a juicio de Washington es preciso someter a sus gobiernos.
Sin embargo, como muestra Venezuela, no basta con desestabilizar: el objetivo profundo incluye invadir al país que posee recursos estratégicos. La fachada de la guerra contra las drogas se ha caído. El cinismo de Trump lo ha llevado a declarar que el verdadero objetivo es adueñarse del petróleo que él estima propiedad de Estados Unidos.
La guerra contra las drogas tiene también claramente una dimensión geopolítica y en ella el movimiento de capital juega un papel importante. Durante décadas, Estados Unidos ha permitido la introducción de miles de armas a México. Cuando nuestro país pide que dejen de vender armas de alto poder, las empresas que las producen aducen que eso va en contra del libre mercado. Sin embargo, el mundo de las simulaciones sigue convenciendo a muchas personas: en apariencia, el gobierno de Estados Unidos combate al narcotráfico y para ello certifica que los gobiernos del continente se apeguen a sus lineamientos. El ritual anual de la certificación comenzó en 1986, cuando el Congreso norteamericano aprobó la ley que exige al presidente certificar que los países clave están cooperando en la guerra contra las drogas, y “descertificar” y sancionar a aquellos que no lo hacen.
Es evidente que, en su declive, Estados Unidos y Trump ya no cuidan las apariencias y no dudan en violar el orden jurídico internacional: permiten y alimentan con armas el genocidio en Gaza, intervienen abiertamente en los procesos electorales de los países donde tienen interés en promover a políticos de ultraderecha (Argentina, Honduras, Brasil, Ucrania), indultan a un narcotraficante que fue presidente de Honduras y asesinan a pescadores sin ninguna evidencia de que transporten drogas.
Cabe recordar que el consumo de opioides prosperó en Estados Unidos debido a una confluencia de factores, entre los cuales destaca la promoción agresiva de analgésicos recetados por parte de la industria farmacéutica y la sobre prescripción médica. Muchos pacientes desarrollaron una fuerte adicción a los medicamentos recetados, incluso tomándolos exactamente como se les indicaba. Con el tiempo, desarrollaron tolerancia y necesitaron dosis más altas, lo que a menudo llevó a buscar alternativas más baratas y potentes en el mercado ilegal cuando se les agotaban las recetas. La falta de oportunidades creada por las crisis económicas llevó a algunas personas a automedicarse para lidiar con el estrés. En ese contexto apareció el fentanilo ilícito: a medida que las regulaciones sobre los opioides recetados se volvieron más estrictas, el mercado ilegal se expandió.
La combinación de la codicia empresarial, la falta de regulación inicial y las vulnerabilidades socioeconómicas crearon un entorno propicio para que el consumo de opioides se convirtiera en la epidemia de salud pública que hoy en día agobia a Estados Unidos. El análisis de los expertos, utilizando los últimos datos de mortalidad de 2022, compara la tasa de sobredosis de Estados Unidos (324 muertes por cada millón de personas, o casi 108 mil muertes en 2022) con la de docenas de países de todo el mundo y descubre que Estados Unidos tiene inequívocamente la tasa más alta de muertes por sobredosis del mundo. La propuesta de la presidenta Sheinbaum de poner atención al contexto social interno que ha propiciado el alto consumo de opioides, no puede ser desdeñada. Más que hacer guerras, es preciso atender con políticas sociales a una población abandonada.
*Doctor en ciencias sociales



