Una destacada periodista de izquierda irrumpió en mi conversación con una mujer a quien acababa de preguntarle, en tono afirmativo, si había bajado de peso. Sin que la persona hubiese sido obesa, el cambio era notorio para cualquiera que la conociera de tiempo atrás. Aunque sólo hice la pregunta, la periodista me reprendió (quizá daba por hecho que la interrogación cargaba milenios de opresión contra las mujeres; más sobre esto más adelante). Vivimos un tiempo, al menos en sociedades con círculos globalizados —cabal o defectuosamente— en que se plantea como aceptable censurar y hasta imponer formas de hablar, como al impedir llamar tonterías a las tonterías —por temor a ofender— y al tratar de prohibir temas y palabras. Esta orientación —con rasgos totalitarios— tiene larga historia, su novedad podría estar en que ahora se esfuerza por presentarse e implantarse como si fuera opción individual de orientación colectiva, endilgándose carácter de “progresista”, no de obligación gubernamental o eclesiástica. En cierto sentido es el renacimiento de sociedades que Freud consideraba primitivas, en que existía el tabú y las palabras podían ser mágicas. Así, en estas semanas se habla de la película Barbie (2023), de la directora Greta Gerwig (1983, Estados Unidos), como si se tratara de una cinta que cuestionara al capitalismo —aunque sea producto, al menos parcial, del financiamiento de la marca que fabrica la muñeca del mismo nombre— o, más enfáticamente, como si la película pudiera ser un manifiesto, aunque se quede en el nivel de discurso feminista domesticado —ese que puede oírse hasta en programas de espectáculos— y que sólo puede escandalizar a grupos de hombres y mujeres irracionales. El filme acumula impresionantes ventas de boletos y tiene todo el eco social posible, pero Barbie no es siquiera una buena película de entretenimiento: es una bobería que en buena medida descansa en la fama del atractivo físico de Ryan Gosling y Margot Robbie, aunque de eso no deba hablarse.
Barbie se presenta a sí misma como heroína. Cinefotografía Rodrigo Prieto
Cinemáticamente hay poco qué decir de Barbie. La acumulación de referencias insustanciales es apenas materia para espectadores que gustan de hablar a partir de trivialidades. Aunque sea uno de sus elementos, lo técnico es distinto a lo cinematográfico, por ejemplo, de la cinefotografía de Rodrigo Prieto no puede sino esperarse el virtuoso manejo del color. La trama que la cinta desarrolla —al ritmo propio de la incapacidad de concentración— es un viaje supuestamente iluminador. Esta historia parece hecha a partir de esquemas como los contenidos en cualquier manual de guionismo: de Barbieland al Mundo real y de regreso, con el “conflicto” pretendidamente grave de “pensar en la muerte”, pero que se queda en declaraciones verbales; y de muñeca a mujer con final en visita al ginecólogo. Desde el arranque, Gerwig establece un tono paródico tanto al retomar 2001: Odisea del espacio (1968), como al afirmar el absurdo de que habría sido revolucionario cambiar de muñecas bebés a la muñeca adulta que es Barbie, por pasar del entrenamiento maternal a abrir las posibilidades para las mujeres. ¿Hay sátira del dominio masculino en Los Ángeles (el Mundo real), de la estolidez del mundo de Barbie o de la cinta misma, que provoque risa y, mejor todavía, que sea crítica? El esqueleto de feminismo debilitado que sostiene la película no se pretende paródico, sino efectivo. Por su propio planteamiento Barbie requeriría ser crítica —lo que podría ocurrir a través del humor— pero es sólo gracejada políticamente correcta: una evasión de la crítica con disfraz de crítica. Hay, sin embargo, otros códigos que pueden mover a risa a distintos públicos, como complacer expectativas tan contradictorias como sentir que se puede abrazar el feminismo sin que nada cambie.
Sólo desde la cabal insensatez puede creerse que no sean necesarias modificaciones sociales radicales en cuanto a injusticias que han padecido y siguen sufriendo las mujeres. En el filme, Robbie es Barbie Estereotípica, acaso la más escandalosa de las versiones de la muñeca, porque carece de profesión y sería síntesis del mito de la rubia cabeza hueca y atractiva. Esto se relaciona con el lugar común que da por hecho que la muñeca determinaría patrones de apariencia física en quienes juegan con ella. Pero una cosa es influenciar y otra establecer. Una muestra del peso cultural de la muñeca —que al mismo tiempo es otro factor que explica el cuantioso público de Barbie— es que incluso quienes no podían comprarla se familiarizaron con ella por medio de imitaciones en multitud de países. Otro cliché que precede a la película es referir que en lugares como México apariencias como la de Robbie, Gosling y la muñeca serían consideradas bellas únicamente por imposiciones coloniales. Hay cierta razón en el argumento, no obstante, la explicación es insuficiente y, por ahora, habría que apuntar la enormidad del cambio cultural que tendría que suceder en múltiples sociedades para que Gosling y Robbie dejaran de ser símbolos sexuales.
Su pie plano es un desencadenante de la acción. Cinefotografía Rodrigo Prieto.
En este momento me limito a agregar algo sobre los patrones con los que calificamos a las mujeres y a partir de los que convivimos. Hubo distintas entrevistas años antes de Barbie, en que Robbie fue comentada frente a ella misma por Brad Pitt y Jim Carrey. Pitt le decía que era una barbie, con la inmediata reacción de ella negándolo. Carrey la vio y, para expresar lo contrario, espetó: “Obviamente tienes una desventaja física”. En la película, la narradora —la voz de Helen Mirren— alude, con pretendida ironía, a la inocultable belleza de Robbie. El asunto no es simple. Por supuesto, la actriz Margot Robbie es más que su apariencia, pero sus logros en el mundo del cine no son disociables de ella —como tampoco lo son los de Gosling y Pitt— pero es comprensible que la recurrencia de tales observaciones pueda ser más que incómoda, pues distrae de cuestiones fundamentales. ¿La solución son las prohibiciones, la creación de tabús? Hay otras formas de pensar el asunto. Uno se topa con imbéciles con frecuencia y uno no les declara tal percepción, porque hay límites de civilidad que hacen viable la cohabitación al evitar enfrentamientos permanentes (uno puede ser detestable y lo normal no es que esto le sea dicho a uno a diario). No comentar el físico de las mujeres puede ser una nueva frontera por conquistar que amplíe los confines de la coexistencia civilizada. Pero habría que evitar automatismos: hay diferencia significativa entre decir algo como “tiene buena nalga” y llanamente enunciar adjetivos o declarar lo visible. Crucialmente: al centro debe estar como sujeto la persona, como Robbie, productora y protagonista de Barbie.
El personaje Gloria da un discurso de poder mágico. Cinefotografía Rodrigo Prieto.
En el viaje al Mundo real, Ken descubre “el patriarcado”, lo que desencadenará que regrese a Barbieland para someter a la comunidad, mutándola en su reino. Pero hay algo más sustancial en el personaje de Gosling respecto a las relaciones entre mujeres y hombres. En una reversión —que hay que suponer audaz— Ken requiere ser visto, depende de la mirada de Barbie, está enamorado de ella y padece celos arrebatadores. Su único sufrimiento es que Barbie no lo ama: “Sólo existo en la calidez de tu mirada”. Este es un giro importante pues señala el poder de las mujeres en su relación con los hombres cuando no hay violencia: con todo y declaradas revoluciones en los roles, cabe la pregunta, ¿el consentimiento implica que el hombre solicita y la mujer concede?
En el Mundo real, Barbie encuentra una aliada en Gloria (America Ferrera), empleada de la empresa juguetera que la produce. Además, ambas notan que Gloria es la persona con la que Barbie guarda el lazo que la lleva a poner en duda el continuar siendo Barbie Estereotípica. Sasha (Ariana Greenblatt), la hija de Gloria, participa plenamente de ciertas convenciones de su tiempo —que es el nuestro— como la exigencia del uso del lenguaje políticamente correcto y la adscripción al izquierdismo inconsecuente y fácil: habla de “consumismo rampante” y de “capitalismo sexualizado”, por el balbuceo en español de su padre cree que debe reaccionar espetando el término “apropiación” y —con gran ignorancia— ante Barbie descalifica lo que difiere de lo políticamente correcto como “fascista”. Al mismo tiempo Sasha, como suele ocurrir en la realidad, tiene un desliz descalificando a alguien en términos derogatorios y se corrige de inmediato a sí misma, usando algún eufemismo políticamente correcto y realmente ridículo. A su vez, cuando madre e hija acompañan a Barbie a su tierra de fantasía, Gloria compara el cambio que ha provocado Ken con la catástrofe entre los pobladores de América que no tenían defensas contra la viruela durante la colonización. Más importante: Gloria descubre que para liberarlas basta explicar con vehemencia la improcedencia de lo que está pasando a las mujeres en Barbieland. Sería suficiente un discurso mágico: hablar con cada barbie para romper el hechizo del patriarcado recientemente impuesto por los ken. Los procederes de hija y madre son ejemplos de la superstición de las palabras mágicas: con el poder de la cháchara adecuada, se transformaría al mundo. Sin embargo, el reino de los discursos mágicos es tan fantasioso como Barbieland. Aunque parezcan tan cool y progresistas que cualquier burócrata los usa, la emancipación no será producto de juegos verbales.
Barbie y Ken se transforman por su viaje. Cinefotografía Rodrigo Prieto.
Vender muchos boletos no es un problema, aunque algunos preferimos los logros estéticos y cinemáticos. La salida fácil, e incompleta explicación, es atribuir el éxito de espectadores de Barbie a la promoción que ha habido alrededor de ella. La publicidad tiene algún efecto —e incluye incitar la impresión de que la cinta sería herramienta feminista— pero no es suficiente para que la gente vaya a los cines. Recuerdo una reflexión del filósofo popular Alain de Botton: aunque la actual proliferación de imágenes nos permita ver cotidianamente cuerpos y rostros de gente bellísima, no hay que perder de vista que tales personas escapan a la norma de forma extrema, son una anomalía. En este sentido, los deseables rasgos físicos de Robbie y Gosling son excepciones estadísticas: ir a ver Barbie es semejante a la curiosidad de asomarse a ver los monstruos expuestos en un circo. El deseo es dolor y con frecuencia aplastante vislumbre de derrota, pero es, también y, sobre todo, impulso primigenio, quizá el más auténtico, definitivamente el más contundente: vida en estado puro. Así, el atractivo de la película Barbie depende más de las pulsiones de sus espectadores que del trabajo de Gerwig o del pretexto de la apariencia de Gosling y Robbie. Las feministas son las primeras interesadas en que su lucha no pierda potencia, usurpada por prácticas que se arrogan su prestigio montándose en la causa, pero nulificando sus objetivos. El riesgo es que sus metas se integren al arsenal de palabrería que sirve para identificarse como bien pensante: pases mágicos para convertirse en héroes por pronunciarlos. Hay que evitar confusiones: la película Barbie no pasa de tontería taquillera, encarna el cansancio del cine.