En la caricatura forjada desde el gobierno actual, la sociedad mexicana estaría diáfanamente dividida entre quienes llaman “Fran” a Francisco, estigmatizados como defensores de privilegios, y quienes lo llaman “Pancho”, desde el ficticio “pueblo bueno”. Francisco (Alfonso Herrera) es el protagonista de ¡Que viva México! (2023) octavo largometraje de Luis Estrada (1962). El director Estrada lleva 23 años publicitando sus películas como víctimas de censura, gubernamental y de otros tipos; aunque estén, por lo general, financiadas —al menos parcialmente— con fondos públicos. Con La Ley de Herodes (1999), su protagonista Damián Alcázar expuso que de último minuto se había cancelado su proyección en un festival en Acapulco, por su contenido contrario al partido del gobierno en turno. Con El infierno (2010), Estrada objetó la clasificación que se le dio. Con La dictadura perfecta (2014), se difundió que Televisa —una de cuyas ramas distribuiría la cinta— podría limitar a los actores participantes y ser adversa a su contenido, aunque hubiesen apoyado el proyecto. Y con ¡Que viva México!, Estrada habló de “censura preventiva”, ha estado en controversia con Netflix —coproductora del material— sobre cómo estrenar la cinta y demandó a Imcine y Eficine —organismos gubernamentales financiadores del cine— por no darle dinero para esta película.
Hay una confusión que acompaña al cine de Luis Estrada, generada en buena medida por la autopromoción mencionada, en el sentido de que se trataría de un cine crítico y de carácter político. Sin embargo, ¡Que viva México! termina de clarificar que esa no es la naturaleza del cine de Estrada. El director optó por inscribirla en un tono de ridiculez. ¿Puede logarse algo en esa tesitura? Sí, pero probablemente la ridiculez sea uno de los límites del cine y Estrada lo ha cruzado hace bastante tiempo, aunque por sus artes como publicista goce de atención y fondos, incluyendo los provenientes de impuestos, elemento añadido que hace pertinente la crítica de sus obras audiovisuales.
Desde su inicio ¡Que viva México! está armada con recursos mecánicos como las recurrentes pesadillas del protagonista, que presentan los peores escenarios. La historia es sencilla: Francisco Reyes es llamado a volver a su pueblo de origen, La Prosperidad, para la lectura del testamento de su abuelo que lo puede favorecer, pues incluye una mina que, aunque improductiva, ofrece la fantasía del oro. Francisco, por su propia ambición y la de su esposa María Elena (Ana de la Reguera) optan por ir al pueblo, guiados por su deseo de movilidad social: “Finalmente vamos a poder cambiar de clase social”, dice Francisco. Lo hacen con pesar, pues ambos quisieran haberse desligado plenamente del pasado que representa para ellos esa familia y ese lugar. En la visita a La Prosperidad todo sale mal, para desgracia de todos.
Joaquín Cosío y Damián Alcázar representan tres papeles cada uno.
La trama ocurre, como en el México de hoy, entre la ineludible propaganda del presidente Andrés López: una sucursal de la institución creada para distribuir dinero (que proviene de impuestos previamente tomados de la actividad económica de las personas), algún anuncio gigante que sugiere la reelección de López (al tiempo que menciona el aumento del número de pobres entre la población). También se ven imágenes auténticas del presidente en su diario programa de televisión —de bajísima producción, pero alto costo, pues cualquier actividad en el palacio virreinal es cara— ante una pregunta sobre la “fe católica”, él responde: “Yo soy cristiano”. En aparente reflejo del ambiente, incluso gestos pequeños llevan a que entre la pareja protagonista surja la mutua etiquetación: “Lord Populista” y “Lady Fifí”, porque él da el beneficio de la duda al presidente por un instante y porque ella lo desacredita frontalmente sin reflexión alguna. En la práctica, él es indiferente a la política y sólo después de las penurias en La Prosperidad, exclama: “Este gobierno me recuerda tanto a todos los anteriores”.
Llama la atención el retrato de la vasta familia Reyes en La Prosperidad. Tratándose de una comedia no puede esperarse realismo, mucho menos precisión sociológica, pero no deja de ser fallido el cúmulo de problemas en la familia: explotación sexual, dispendio desde la pobreza, desordenada multiplicación de descendientes, promiscuidad con y traiciones a los más cercanos, pederastia, involucramiento en otros crímenes; tantas cuestiones que el machismo queda como mal menor. Es una deformación que, sin embargo, es percepción compartida entre múltiples segmentos de la población mexicana —de todos los bandos políticos— que ven con condescendencia a los demás ciudadanos. Frente a tanta degradación en ¡Que viva México! aparece la Cartilla moral, que el gobierno de López efectivamente ha distribuido: una solución falsa para una situación mal diagnosticada.
Más que sátira, ¡Que viva México! es una caricatura vuelta largometraje. Lo ridículo comienza con lugares comunes, como los personajes de ambiente rural —no necesariamente campesinos— vestidos de blanco. La caricatura, no en un cartón —que llega a sintetizar la circunstancia del momento— sino en un material audiovisual de larga duración, ¿puede ser vehículo de análisis y crítica política? Sí, pero no lo es en este caso. El perfil caricaturesco de ¡Que viva México! tiene dimensiones cinematográficas e ideológicas. En ella, las gesticulaciones y los movimientos exagerados pasan por actuación. Varios de los involucrados podrían mostrar sus habilidades, pero las películas en que participan —como ésta— no les dan pie a hacerlo, poniendo en riesgo que alguna vez su capacidad sea visible y quede registrada.
Ana de la Reguera actúa a María Elena, un personaje fuera de lugar.
¡Que viva México! está en un campo distinto a la política: es una cinta boba, una especie de programa cómico de televisión extendido a más de tres horas de duración. Caben en ella semejanzas, reiteraciones y alusiones a obras previas de Estrada. Lupita (Sonia Couoh) es de San Pedro de los Saguaros pueblo imaginario donde se desarrolla La Ley de Herodes. El personaje Francisco espeta: “Pinche bola de jodidos resentidos. Por eso el país está como está”. Vargas, el protagonista de La Ley de Herodes había dicho: “Pinches indios resentidos. Nomás retrasan el progreso social”. Veinticuatro años separan la producción de ambas obras. En la ficción distan alrededor de setenta años, entre el 1949 de Vargas y el actual gobierno mexicano (2018-2024). ¿Está estancada la sociedad mexicana o es que la perspectiva de Estrada no evoluciona?
También hay alusiones a Buñuel. Pero ni la referencia a Los olvidados (1950), ni otras le dan carácter cinemático a ¡Que viva México! De manera semejante, colocar a un posible Legionario de Cristo en una cena para ricos no vuelve audazmente crítica a la representación que se hace de la sociedad mexicana. En cambio, como producto de Netflix —siguiendo la pauta de Roma (2018, 135 minutos) y Bardo (2022, 160 minutos)— la obra de Estrada explora nuevos formatos de duración con sus 191 minutos. Sería interesante saber cómo ve el público más amplio este tipo de materiales, ¿de una sola vez, en partes como si fuera “miniserie”? ¿Qué porcentaje inicia la visualización y la interrumpe para ya nunca volver a ella?
Si lo vemos en contraste con la realidad, probablemente en lo ideológico el planteamiento de Estrada fracasa porque trata de hacer risible lo que es delirante como punto de partida: un presidente autoritario que se dice demócrata cuando emprende acciones que sólo podrían servir para la antidemocrática concentración del poder en el ejecutivo; quien además miente sin restricción y actúa reiteradamente de manera desleal contra sus contrapesos institucionales, aplicando el poder de la difusión gubernamental y arguyendo siempre que hace lo correcto (como con el INE, el INAI y, esta misma semana, alrededor de su “decretazo” y la corte suprema). El dueño de la fábrica en que Francisco trabaja dice que el presidente quiere convertir al país en una “sucursal de Cuba o de Venezuela”. Dichos como estos son desacreditados por los conductores de medios de comunicación y personajes de redes sociales que operan como intelectuales orgánicos del gobierno. Sin embargo, las evidencias son claras y no se restringen a la transferencia de recursos a Cuba y la abultada presencia de agentes de esa nación en México, sino que también están las múltiples coincidencias en maniobras autoritarias que ocurrieron antes en la Venezuela de Chávez y Maduro y que ahora López imita con ahínco. Pero el impresentable empresario ficticio de ¡Que viva México! también afirma que con este gobierno: “Los huevones están envalentonados”. Explorar si hay o puede haber algo de esto, en vez de la familia más que carnavalesca de La Prosperidad, probablemente habría dado a la cinta el giro político que presumen Estrada y Alcázar. Esa alternativa no se volvió realidad.
El director Luis Estrada durante el rodaje de ¡Que viva México!
Como en las alocuciones presidenciales, la retahíla de simplificaciones se repite en diversos momentos de la película: la corrupción y la impunidad se han acabado, primero los pobres, la cuarta transformación, los fifís… Cuando este remedar se vuelve más significativo hay quejas por “frijoles del bienestar” con “gorgojo“, un gringo se mofa de que “la ley es la ley”, el alcalde corrupto alude al “pueblo bueno y sabio” y alguien previene cuidar “la cartera” ante probables ladrones, en referencia a la rutina cómica que López escenificó durante un debate presidencial de 2018. En este sentido, hay cierto impulso de documentación, lo que Estrada hizo también sobre gobiernos anteriores en películas previas. Ridiculizar puede llegar a ser mecanismo crítico, habría que ver, entonces, si esto se logra en ¡Que viva México!
Lo de menos es el absurdo uso de vocablos del inglés por María Elena y Francisco, como “snacks” o algún letrero de la colonia en que viven. Más arriba en la escala del ridículo, los personajes clasemedieros usan a diestra y siniestra el término “naco”, para señalar la pretendida diferencia entre ellos y los pobres, cuando ambos están igual de condicionados por la angustia de lo material. María Elena es quien mejor representa la ridiculez del conjunto de los personajes de ¡Que viva México!, independientemente de su clase social. Ella cree que debe consumir marcas de muy alto costo —por encima de la capacidad de su familia— y promover que su esposo haga lo mismo. Incluso dice: “Mujer que no gasta, hombre que no progresa”. Casi no enuncia palabra que no esté atravesada por esas motivaciones: cuando imagina tener dinero para que sus hijos vayan a otra escuela su criterio es que “se codeen con niños de mejor clase”. Esta preocupación permanente convive con la expresión de su desprecio por otros: “pinche india naca”, “india igualada”, “pinches indias rateras”, “¡huele a pobres!”.
Como el resto de los personajes, María Elena está encerrada en sí misma, asumiendo que decir “delish” en vez de “rico”, al describir la comida, la volvería especial. Es un retrato extremo, sin sustancia para relacionarse con la situación del personaje. Esto me lleva a suponer que Estrada confía en que María Elena será reprobada automáticamente y que se convertirá en objeto de burla; aunque mucha gente sea como ella, a diferentes escalas. Igualmente, el director da por hecho, en vez de mostrarlo, que los extranjeros —particularmente “canadienses”— estarían cometiendo atropellos al reactivar la industria minera. Pero acumular este tipo de posiciones en la cinta, es como calificar —en la realidad— alguna práctica como extractivista: no resuelve problema alguno, ni siquiera comienza a abordarlo. Puede hacer sentir a quien lo enuncia como parte de algún grupo que se arroga estar “del lado correcto de la historia”, igual que lo hace el criticar el consumismo, pero no va más allá.
Quizá cinematográficamente lo mejor de la película de Estrada sea la demencial excavación que Francisco emprende buscando el oro que él mismo ha enterrado poco antes. Pero esto, en vez de dosificarlo, el director lo extiende, haciéndolo perder gracia y efectividad. Que la ridiculez imperante en la cinta merma la efectividad de cada cuadro es observable en su recurso a la escatología. Según los propios parámetros del material, defecar a la intemperie pierde su carácter humillante, una ventosidad no es atrevimiento y, sobre todo, defecar en una tumba tiene poco que ver con el impacto que ostenta ese tipo de acto en obras de otros cineastas. La escatología es elemento común en la comedia, pero en ¡Que viva México! alcanza la intrascendencia.
La película presenta con humor una familia repleta de conflictos.
En lo menos enfático está lo que funciona en ¡Que viva México! Francisco corrige a su padre diciéndole que ya no hay que hablar despectivamente y se refiere a Lupita como “la que nos ayuda en la casa”. Asegura que, en el viaje a La Prosperidad, ella “se animó a acompañarnos“. En México hay miles de profesionistas que no pueden rehusarse a llevar a cabo actividades poco razonables y fuera de horario; difícilmente alguien en la posición de Lupita podría decidir no hacer el viaje con sus patrones. En La Prosperidad, sin que esto se muestre —pero se transmite verbalmente— Lupita duerme en un corral, es, efectivamente, invisible. Que esto sea poco perceptible probablemente revela un acierto involuntario.
Hay una cuestión que me interesa destacar: las alusiones al racismo mexicano. Es curioso que, a pesar de tomar este tema, Estrada haya optado por una coloración que manipula el conjunto de las imágenes y enmascara la tez de los personajes. Cuando el padre del protagonista expresa su percepción sobre su nuera, aventura la interpretación de los motivos de su hijo: “Güerita pa mejorar la raza”. Francisco parece ufano, no indignado. Su abuela también abunda en el asunto diciéndole a Francisco sobre sus hijos: “Y eres tan suertudo que hasta güeritos te salieron”, agregando después que “pa mí que, a lo mejor, estos no son tuyos”. Reitero: consignar un problema tan palpable como el racismo no es suficiente para criticarlo, mucho menos para cambiar una situación política o social (aunque Alcázar y Estrada afirmen que eso han logrado sus colaboraciones previas). Décadas de este tipo de prácticas —de mera mención— en el cine mexicano no han contribuido a que, por ejemplo, el elenco de ¡Que viva México! sea novedoso respecto a los del pasado. Hablar de racismo estereotipadamente y presentar gente como Herrera y Alcázar como supuestos mexicanos promedio de rasgos indígenas claramente no logra una representación sofisticada.
Con ¡Que viva México! estamos ante una cinta tanto con disfraz de comedia como de crítica política, pues queda a deber en múltiples sentidos. Una leyenda, en 11 lenguas, reconoce al final de los créditos: “Este programa contiene emplazamiento de producto”. Cualquier película requiere financiamiento y sus creadores suelen buscarlo por todos los medios: en esto no hay pureza, ni hace falta. También es comprensible que, en seguimiento a esfuerzos previos, los equipos busquen promocionar sus largometrajes. Sin embargo, hay una grave deficiencia de imaginación cinemática y de inteligencia crítica en que Luis Estrada persista en la fórmula de fingir escándalo político, ridiculizando —sin humor— hechos que darían para mucho más. Pero hacer reír a partir de la desgracia requiere de creatividad, no sólo de oficio. Que un personaje, además de solo y sola, enfatice el decir “sole”, ¿es crítica a ese tipo de lenguaje o sólo provoca risa por referencia a los enredos en que caen quienes tratan de hablar de esa forma? No basta con enunciar una cuestión, el decir es transgresor casi exclusivamente en situaciones en que es imposible la expresión. Con elementos para ello, en este siglo en México se ha calificado pública y cotidianamente como imbéciles a cuando menos dos presidentes anteriores, ¿qué audacia crítica puede haber, entonces, en reproducir, en el trasfondo fílmico, el lenguaje contradictorio y desligado de la realidad del presidente López? A cambio, ¿son suficientes las risas del ridículo de ¡Que viva México!?
GERMÁN MARTÍNEZ MARTÍNEZ
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.