He dicho ya aquí que rara vez he prestado atención al candidato de mayoría al Congreso cuyo nombre he cruzado en una boleta, ya sólo porque rara vez he votado por el partido puntero. Consciente de que me interesa procurar contrapesos al Ejecutivo desde el Legislativo, y de que suelo simpatizar con partidos que no son mayoritarios, siempre he puesto el ojo en las listas de representación proporcional y tratado de contribuir a que, desde ellas, ocupen curules candidatos cuya trayectoria e idea de mundo me parecen útiles al trabajo legislativo.
En mis años como elector, he contribuido a que ocupen escaños Francisco Paoli, Porfirio Muñoz Ledo, Ifigenia Martínez, María de los Ángeles Moreno, Beatriz Paredes, Patricia Mercado y Salomón Chertorivski, entre otros. Esta lista más o menos desordenada y muy apretada —la de los candidatos que han concitado en mí entusiasmo bastante para recordarlos— incluye, veo ahora, más mujeres que hombres. Feliz, si se quiere, pero es un accidente: la equidad de género me importa tanto que me tiene sin cuidado si el legislador que la promueve y la traduce en legislación tiene pene o vagina (o ambos). Voté por Patricia Mercado no por ser mujer sino, entre otras razones, por su defensa de los derechos de las mujeres; le habría dado mi voto aunque fuera hombre. Y si en la más reciente elección me pronuncié por una lista encabezada por un hombre —Chertorivski— es porque representaba mejor esa causa, y otras que me son caras, que cualquier otra encabezada por hombre o mujer.
Lo anterior no es, claro, sino parte del razonamiento personalísimo de mi comportamiento electoral. Habrá electores que nunca estarían dispuestos a votar por una mujer o que sólo lo harían por una. Habrá quien sólo piense en poner límites al Ejecutivo o en darle carta blanca. O en castigar al partido por el que votó en la elección pasada. O en premiarlo. O en la sonrisa del candidato, los colores del emblema o las prebendas que le otorgue un líder local. La suma de todas esas razones determina un resultado electoral que, al término del proceso, se traduce en una composición de las Cámaras que refleja con razonable fidelidad las voluntades expresadas en las urnas.
Este año ese proceso arrojó una Cámara de Diputados integrada por 248 mujeres y 252 hombres. A resultas de una decisión legítima del Tribunal Electoral, uno de esos 252 diputados electos perdió su curul —se había ostentado indígena sin poder acreditar su pertenencia a pueblo originario alguno—, por lo que el escaño recayó en el siguiente nombre en la lista, que es de mujer: 249 y 251, por tanto, y todo sereno. Más difícil de tragar resulta que, ya encarrerado, el Tribunal decidiera de manera arbitraria retirar la constancia a un plurinominal llegado en buena lid (eligió a uno del Partido Verde por haber sido el que menos diputados de representación proprcional alcanzó, razón tan mala como cualquier otra) para otorgarla a la siguiente mujer en la lista, a efecto de alcanzar lo que han dado en llamar la paridad “total”: 250 y 250.
Para quienes gustan de esas cosas —como la consejera electoral que calificara el fenómeno de “hito para celebrar”— las cifras lucen primorosas en un titular. Lástima que no sólo no representen la voluntad popular sino que violen los derechos políticos de un ciudadano (peor, el caso ni siquiera es aislado: mismo argumento y procedimiento usó la Sala Regional para afectar los derechos de un diputado local de la Cudad de México, en este caso de Movimiento Ciudadano).
La ley se pretende igual para todos: es pareja, antes que paritaria. Acaso haya quien piense que debería ser asimétrica en beneficio de las mujeres o de otro grupo —no es, por cierto, mi caso—; de ser así, bueno sería reformarla antes de subvertirla en la práctica. No siendo así, la instancia encargada de defender la legalidad electoral actúa no ex jure sino ex ovo (las mujeres y los hombres que saben latín me comprenderán).
Nicolás Alvarado
nicolasalvaradov@gmail.com
Periodista
IG: @nicolasalvaradolector