sábado, septiembre 7, 2024

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Altar de agua y viento

En el museo Picasso de Málaga hay una serie de obras del artista que son referidas como mapas corporales, mujeres tendidas como si fueran América o Europa. Con detenimiento se pueden descubrir todas sus regiones, sus posibles movimientos invocados por el cubista. Málaga se desborda en agua y en luz, por lo que no es de extrañar que un atardecer o una mañana luminosas descompongan en haz cada sombra o reflejo. Se adivina en el espectro la multiplicidad, como si entre transeúntes el infinito narrativo fuera posible, la colmena de Cela o el movimiento picassiano. Caminar por las calles de Málaga es discurrir como arroyo que se siente tocado por las vetas ígneas que espían lo diminuto y que atraviesan la piel hecha agua. La onda expansiva del rayo expande posibilidades como si por el prisma se citaran todos los tiempos que de pronto se miran a los ojos.

 

Deleitada con el ingenio de Picasso me pregunto por qué ya no puedo o no quiero escribir más sobre mi familia: ¿habré llorado lo suficiente? ¿Se acabó la reserva de culpas y el cúmulo de dudas? ¿Se me agotaron las partes del cuerpo, los datos anatómicos o biológicos para bordar mi duelo? Tal vez quedaron incrustados como lentejuelas en mi traje de luces los mil ojos de mis fallecidos. Un dato me conforta: en el Museo Pompidou la guía nos cuenta que rumbo al final de su vida Picasso quería hacer una escultura de aire. Imagino entonces que sus mapas corporales hechos de órganos femeninos se simplifican en aire o en luz. Y me quedo con el agua porque ningún elemento proyecta mejor esas dos fuerzas.

 

Hace dos años mi hermano y yo nadamos en el Mediterraneo rumbo a una gruta; su cuerpo ya no tenía grasa ni músculos. Delgado como un catrín, quiso alcanzarme; su cuerpo le falló y tuvimos que ir a la orilla. Pensé entonces que se lo tragaría el agua, la misma que hoy me recoforta. Subiendo por una cuesta hacia un pueblo llamado Mijas, mi Maí se descompone, el pasado me ahoga en su similitud y temo que lo tumbe el viento de la montaña. Pero vamos avanzando y mi Quijote se repone. Renazco. En los paisajes de mar que rodean el níveo pueblo me reconforta saber que sigo siendo su escudero y que aún quedan mares por recorrer.

 

Antes, en una playa de Ixtapa y mucho antes en otra de Cancún, me dieron dos noticias fatídicas: mi sobrino y hermana se habían quitado la vida. Finalmente, de nuevo en la playa de Ixtapa, me dijeron que mi hermano había ido tras ellos. Desde entonces comencé a escribir buscando respuestas, como la niña que juega a encontrar la pieza que va con el acertijo, o como esos libros que se bifurcan en torso y piernas y que en lúdica hilaridad se ensayan posibilidades de qué tronco se ve mejor con qué extremidad, pero ninguno encaja realmente porque el objetivo es el ridículo o el asombro.

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Asombro y sólo eso. Soy agua en calma que no necesita respuestas, soy agua corriente que no experimenta culpas, soy agua sálobre de noche y dulce al atardecer. Soy el Tajo o Xochimilco, pero también soy Atlántico y Pacífico; entre sus aguas va mi ofrenda, no es una barca como en Pátzcuaro ni un cortejo anfibio cargando a la Virgen del Rosario entre las olas del mar. Mi ofrenda es un minúsculo velero de papel que se aleja lentamente hacia el horizonte, una ofrenda de agua y viento. Vivo, viajo y fluyo, pero de vez en cuando oteo al horizonte y esa paloma blanca resplandece como un Sorolla.

 

Mil veces he pensado que se me va la vida, hemos quedado marcados como hijos de la pandemia ¿Seremos sobrevivientes? Algo de muerte se respira entre tapabocas, pero mucho de vida se transpira entre paseantes que buscan el aire, la calle y la mirada risueña del otro. De este lado del mar el turismo ha triunfado, la gente corre como agua entre las calles sin cesar, celebrando la vida hasta el anochecer. Se pueden tomar precauciones para no morir, pero no para vivir. La vida regresa convertida en ola, todo lo lava y se vuelve a ir como suspiro; en ese vaivén se tejen las redes y se mece el alma. Me decido a ensamblar un altar de agua y viento, tributo silencioso a un barquito que se aleja pero que seguirá siempre colgado en la galería del horizonte.

 

Me ciño mi traje de luces y salgo a la faena. En la calle de Fuengirola (cerca de Málaga) el disfraz favorito es el de Catrina y eso me recuerda que el agua y sus vientos anuncian el regreso. En casa hubo huracán; como la protagonista del Mago de Oz, tomo del brazo a mi Mago y choco los zapatos para regresar. Sé que el agua nos dará oportunidad.

Regina Freyman

regina.freyman@itesm.mx

Maestra en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana y profesora del ITESM, campus Toluca

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