Por Adolfo Calderón Sabido
Hoy, en una casa donde se respira arte, Roger se levanta temprano. Se mira al espejo y se detiene en sus propios ojos, que brillan como cuando escribía versos sobre la fragilidad de las cosas, sobre el peso del tiempo y las promesas infinitas.
Él nació en Mérida en 1961, una ciudad que lo vio crecer como poeta, narrador y ensayista. Estudió Derecho, quizá porque en algún momento pensó que las palabras también podían ser justicia, que el lenguaje era una herramienta para poner orden en su caos. Pero pronto descubrió que sus verdaderas leyes eran las del verso, y se lanzó a escribir sin paracaídas.
En los pasillos del Instituto de Cultura de Yucatán, donde fue director de Literatura de 1998 a 2001, y más tarde, Secretario de Cultura de 2014 a 2018, dejó huella en quienes lo conocimos y en la política pública cultural. Fue también presidente del Centro Yucateco de Escritores, y es que la literatura es una religión laica que necesita sacerdotes para que el fuego no se apague. Y él, sin duda, ha sido uno de sus grandes clérigos.
Roger ha ganado premios que suenan a epopeya: el Premio Estatal de Literatura Clemente López Trujillo en 1993, el Premio Estatal de Literatura de Obra Publicada Ricardo Mimenza Castillo en 1994, y la Medalla al Mérito Artístico en 1997. Ha sido becario del ICY y del CYE, dos siglas que en su voz se convierten en templos de letras y madrugadas en vela.
En 1999, su nombre se convirtió en un mantra literario cuando se llevó el Premio Nacional de Poesía Tabasco, Cunduacán, por Las puertas del alba, el Premio Nacional de Poesía Luis G. Ledesma por La promesa infinita y el Premio Nacional de Poesía Sonora por En tu ausencia perdí un reino. Al año siguiente, cerró el milenio con otro golpe de tinta: el Premio Nacional de Poesía Universidad de Campeche por Los días sin nombre y luego en el 2006 lo ganó nuevamente con Reino de Mármoles.
Pero hoy, en esta mañana que parece tener el ritmo lento de un poema leído arrastrando la “R” y en voz baja, Roger se viste para recibir otro reconocimiento: el Santo Tomás de Aquino de la Universidad Anáhuac Mayab, un homenaje a su entrega y excelencia. Y aunque seguramente se encogerá de hombros cuando lo nombren, juntara las palmas de las manos como si estuviera orando o como si los aplausos le pesaran más que los versos, nadie podrá quitarle el derecho de sentirse inmortal, al menos, por un día.
Para un verdadero poeta como él, un reconocimiento es solo una pausa entre palabras. Un respiro, antes de volver a la batalla, contra el mundo.