La mayor parte de lo que se da asimismo en llamar “izquierda latinoamericana” es cada día más acrítica, conservadora y boba. De ello son buena prueba la obscena defensa que se hace tanto de los sátrapas Maduro y Ortega como de la salvaje represión ordenada la semana pasada por Díaz-Canel en Cuba, por citar solo algunos ejemplos. Tratar de justificar lo injustificable sin atreverse a explorar el conocimiento objetivo de la realidad, disimular la supresión de la libertad, tolerar la corrupción y el despotismo de dictadores con el falaz y cándido argumento de “cualquier cosa es mejor que la derecha o el neoliberalismo” implica una nueva forma de fe religiosa y de espíritu conservador, el cual se manifiesta habitualmente en la incapacidad de cultivar un análisis crítico amplio y ecuánime de lo que sucede en el mundo. La izquierda boba prefiere negar los hechos o encuadrarlos un esquema unilateral y tramposo con tal de salvar categorías ideológicas y políticas ya obsoletas. Para esta ortodoxia fanática toda opinión se basa en la fe y pretende convertir a lo “revolucionario” en un objeto de adoración, lejos de entenderlo como un factor de genuina transformación. El irracional de la izquierda boba se limita, actualmente, a apoyar a ultranza a los déspotas del populismo y para ello adopta lo que algunos llaman una “escatología milagrera” completamente discordante de la tradición crítica del marxismo.
La izquierda boba es adicta a una especie de “nuevo milenarismo” el cual prospera bajo el dominio carismático de caudillos mesiánicos y regímenes clientelares. Se acopla, vergonzosamente, al culto a la personalidad de factura populista heredado de las peores experiencias del pasado. Se suma al caudillo que le dice: “Ha llegado la salvación, soy yo”. Es el mesías, el esperado, quien no puede llevar a cabo su misión redentora dentro de los lentos y controlados cauces de la institucionalidad democrática. La izquierda boba se dejo seducir por el populismo que en el fondo no es ni de izquierda ni de derecha, sino una doctrina sustentada por el lenguaje del agravio, centrada en identificar al enemigo, anti institucional, mesiánica, irrespetuosa de los derechos humanos e hipernacionalista. No entiende la política como un diálogo, sino como una lucha entre “leales” y “traidores”. A final de cuentas terminan los populistas por renunciar al progreso social para favorecer a nuevos grupos dominantes y en apelar, sin escrúpulo ideológico alguno, a cualquier tipo de recurso para mantener el poder. América Latina da de ello testimonio fehaciente. En años recientes hemos visto en el subcontinente casos inauditos de populistas de “izquierda” enfrentados con comunidades indígenas, supresores de derechos humanos y laborales, descuidados del medio ambiente, corruptos hasta la médula y recurrentes constantes de expresiones y actitudes religiosas e incluso chamanistas.
Nada queda en la izquierda boba de las reflexiones seculares, ilustradas y modernizadoras de las vanguardias intelectuales que supieron denunciar a las dictaduras, cuestionar la herencia populista, distanciarse del modelo soviético e impulsar en toda América Latina transiciones democráticas. Hoy solo prevalece una deriva supersticiosa y fanática. La autocrítica se ha desvanecido. Le urge a la izquierda librarse del tutelaje populista si quiere volver a sus esencias. Esto vale, desde luego, para la mayor parte de la izquierda mexicana, encandilada con la demagogia y el autoritarismo personalista de la “Cuarta Transformación”. La entrega acrítica de nuestra izquierda al caudillaje de AMLO es un caso paradigmático de la “apologética de izquierdas” descrita por el historiador Rafael Rojas, la cual “privilegia la lealtad de las masas a los líderes antes que la subjetivación política de la ciudadanía… hace de los partidos y gobiernos de izquierda instituciones poco abocadas al diálogo entre ideología política y pensamiento crítico… (y) Es por ello que la constitución de sujetos autónomos, comprometidos con una agenda de cambio social, se ve relegada por la mercadotecnia simbólica de los poderes. El tránsito de la crítica a la apología dentro del discurso de la izquierda ya es algo más que el mero reflejo del aligeramiento de los relatos de la modernidad en la retórica de líderes, partidos o movimientos de esa corriente en América Latina: es un síntoma inquietante de la decadencia de la tradición ilustrada y laicista en el campo intelectual y en la esfera pública de la región.”
Para la izquierda genuina el pensamiento crítico necesita fundarse sobre una visión realista de la sociedad. Vivir de la mentira y de la adulteración constante de la realidad solo sirve a la derechización del mundo. Pensar en que se postula un proyecto libertario al defender a personajes como Daniel Ortega, Nicolás Maduro o Miguel Díaz-Canel es contraproducente y errático. Eso de considerar “este líder es un tirano pero es nuestro tirano” es una actitud profundamente reaccionaria. El pensamiento crítico debe ser una herramienta para construir identidades colectivas no alrededor de un caudillo o de un dogma, sino desde la relación democrática que actúa con conciencia ante la realidad y rechaza todo tipo de sumisión. La meta debe ser alcanzar un gobierno donde se ponga en el centro de la subjetividad política a la comunidad y a sus individuos, no a algún líder mesiánico o a un esquema de prejuicios trasnochados.
Pedro Arturo Aguirre
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