La reapertura de los escándalos por abuso sexual a menores de edad perpetrados por sacerdotes católicos en los Estados Unidos abrió un nuevo debate sobre los casos que en México han sido solapados y ocultados por la alta jerarquía eclesiástica desde hace décadas.
A partir de una investigación judicial, se obtuvo evidencia de que más de 300 sacerdotes norteamericanos cometieron abusos sexuales en perjuicio de más de mil víctimas menores de edad, para cuya impunidad contaron con la complicidad de la diócesis de Pensilvania, que durante décadas encubrió estos actos criminales, en los que además de abusos deshonestos, se cometieron actos de violación en contra de jóvenes y niños, en su mayoría varones.
Mientras que esta revelación ha provocado sendas condenas contra los curas pederastas en los Estados Unidos y hasta en el mismo Vaticano, en México la jerarquía católica prefiere que no se hable del tema e incluso increpa y amenaza a quien cuestiona al respecto.
No es la primera vez que esto sucede. Hay que recordar que en la década de los 90 comenzaron a salir a la luz las primeras denuncias por abuso sexual en contra del tristemente célebre sacerdote Marcial Maciel, fundador de la orden de los Legionarios de Cristo, por parte de sus víctimas. Denuncias que fueron acalladas en la gran mayoría de los medios de comunicación a través de amenazas de boicots publicitarios de las principales empresas anunciantes, aliadas y “benefactoras” de la Iglesia Católica mexicana.
Maciel nunca respondió por sus delitos ante ninguna autoridad civil. Protegido por años por el Papa Juan Pablo II –gracias a la enorme cantidad de dinero que los Legionarios de Cristo le reportaban al Vaticano-, únicamente fue obligado a un “retiro de oración” cuando sus escándalos sexuales fueron imposibles de ocultar y así murió. Exactamente el mismo “castigo” que se impuso a cientos de sacerdotes pederastas a lo largo de los años en varios países de América y Europa. Prácticamente todos estos crímenes quedaron impunes. La mayoría de los responsables ya están muertos o son muy ancianos.
Aunque fue el más renombrado por el personaje de que se trataba, el de Marcial Maciel no es el único caso de abuso contra menores por parte de sacerdotes mexicanos protegidos por la alta curia. Sobre el cardenal emérito Norberto Rivera Carrera pesan múltiples señalamientos por haber protegido pederastas ensotanados simplemente cambiándolos de una parroquia a otra, en donde continuaban cometiendo las mismas aberraciones contra adolescentes y niños, aprovechándose de su investidura como figuras de supuesta veneración por su condición de “pastores de almas” y “representantes de Dios” en la Tierra, estableciendo una relación de dominación, miedo, culpa y vergüenza que hace que las víctimas prefieran –casi siempre- ocultar lo que, en realidad, fue un infierno en vida.
Los jerarcas católicos y sus corifeos responden indignados y rabiosos que a los sacerdotes se les acusa injustamente, que no se les mide con la misma vara que al resto y que las condenas y denuncias son parte de una “campaña” contra la fe y contra Dios mismo. Son esas sotanas del diablo que juran que defienden la vida, pero que no les importa destrozar cientos de éstas para saciarse con el cuerpo de inocentes.
En ese contexto se inscriben las declaraciones del recientemente nombrado Cardenal Sergio Obeso Rivera, arzobispo emérito de Xalapa, quien cuestionado sobre los señalamientos contra sacerdotes pederastas, dijo que “en algunos casos es cierta. Pero mal de muchos, consuelo de tontos, porque a veces quienes nos acusan deberían tener tantita pena, porque suelen tener ellos una cola que les pisen muy larga”. Como si eso fuera una suerte de absolución automática para tales crímenes, que deberían juzgarse en los tribunales.
Quizá la amistad del prelado con personajes que tienen presuntas debilidades similares le nubló la razón.