El endotelio es un tejido que recubre la zona interna de todos los vasos sanguíneos. Es el órgano de mayor tamaño, conformado por diez billones de células que tapizan el interior de venas, arterias y capilares y que llegan a todos los rincones del cuerpo humano. Aunque en total sólo pesa un kilo, si pudiera extenderse abarcaría una cancha de futbol reglamentaria.

Presenta muchas dificultades para la biología, porque se trata de un órgano de difícil acceso. No puede estudiarse mediante técnicas tradicionales. No puede auscultarse ni palparse ni inspeccionarse. Tampoco se conocen marcadores moleculares que permitan valorar su estado a partir de un análisis de sangre (Enric Carreras, Maribel Díaz Ricart y Martha Palomo, en Investigación y Ciencia, febrero de 2015).
Sin embargo, se sabe que su correcto funcionamiento es clave en la conservación de la salud vascular. Mediante la secreción de distintas proteínas y mediadores químicos, contiene la sangre, regula el paso de células y fluidos hacia los tejidos, controla la coagulación sanguínea y participa en la generación de nuevos vasos, entre otras cosas.
Desempeña tantas funciones básicas que su daño puede perjudicar gravemente la salud. De hecho, muchas de las enfermedades que se pueden padecer a lo largo de la vida tienen que ver con un desequilibrio de las sustancias que produce. Entre los factores que llevan a una disfunción endotelial se ha identificado las lipoproteínas de baja densidad (LDL o colesterol “malo”), el tabaquismo, la diabetes y la hipertensión.
¿Pero, por qué resulta noticioso hablar del endotelio? Porque los conocimientos más recientes relacionados con el coronavirus SARS-CoV-2 han rebasado la descripción original del COVID-19 como una enfermedad estrictamente respiratoria (la “neumonía de Wuhan”), sino que sería un padecimiento mucho más complejo.
La puerta por la que el patógeno entraría en los órganos internos del cuerpo —incluyendo los pulmones— sería la enzima conversiva de la agiotensina 2 (ECA2), presente en el endotelio. Esto ya se sabía en el caso de SARS original.
La ECA2 fue identificada en el año 2000 por el genetista estadunidense Michael Crackower como una enzima que desempeña un papel protector del sistema cardio-vascular. La ECA2 se encuentra en la mayor parte de los órganos. En los pulmones, en la barrera hematoalveolar. “Desde el principio vimos en las UCI (unidades de cuidados intensivos) que el comportamiento del virus no era sólo respiratorio; no producía sólo distrés, sino que tenía otra serie de manifestaciones, muchas asociadas a un aumento de coagulabilidad y desarrollaban trombosis venosas o embolias pulmonares”, dijo Julio Mayol, director médico del Hospital Clínico San Carlos, uno de los centros de primera línea de la lucha contra la pandemia en Madrid, al divulgador científico Antonio Martínez Ron, para un texto aparecido el jueves 23 en Vozpópuli.
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- Pascal Beltrán del Río