Hace 90 años muchas personas en México condenaban a la radio como ahora lo hacen con Internet y, en particular, las redes sociales. Esto no es novedad. Sucede desde siempre en la historia de la humanidad, por ejemplo, con la aparición del libro, el fonógrafo y el cine y, por supuesto, la televisión.
Aquellos fueron los años de la banda sonora o las ondas hertzianas, el acercamiento de las distancias o su dilución dado que el aquí y el allá se fundían en las bocinas para entretener el ánimo a costa de amainar la convivencia cotidiana, la interacción cara a cara y las tertulias y las juergas. Es probable que las señores y los señores recordaran el asombro de la primera vez que sus padres vieron esparcir la luz eléctrica en la ciudad de México, en 1881, desde la Ribera de San Cosme, sólo probable, digo, porque el radio acaparaba la atención de todos y al mismo tiempo las principales quejas que, admonitorias, señalaban el fin de la inteligencia humana concentrada en una atención a la nada, sólo a sonidos.
El caso es que aun estaba fresco aquel ensayo de Adolfo Enrique y Pedro Gómez Fernández desde la Alameda Central, en la calle de Dólores, que puso las orejas de punta a cientos de ciudadanos. Días después la sorpresa aumentó y desde Pachuca Hidaldo, miles de personas escucharon emitida desde un fonógrafo para la radio, “La adelita”. Es el otoño de 1922:
“Si Adelita se fuera con otro la seguiría por tierra y por mar, si por mar en un buque de guerra si por tierra en un tren militar”.
Si el sargento idolatraba a su Adelita, lo mismo podría decirse de quienes cayeron rendidos de rodillas ante el milagro. No exagero. Para ellos la radio menguó la falta de agua que en la ciudad ocurrió en 1923, lo importante era tener un radiorreceptor de válvula para pertenecer a los privilegiados o aunque fuera armada para los barrios pobres donde las antenas poco a poco daban la pinta de pájaros de acero posadas en las azoteas, entre calcetines, calzones y el capingón de la abuela. Y abajo, los artefactos de baquelita.
Se abría también, claro está, una enorme oportunidad de negocios (también lo era la magia de los objetos y personas en movimiento, aunque silentes, de los primeros balbuceos del cine); por eso la radio fue vista por empresarios para ampliar el dispositivo de comunicación a la sociedad de masas que bostezaba entre contiendas pugilísticas, partidos de futbol y las marcas hacían más placentera la vida en el hogar y la imagen de damas, caballeros y niños; también fue una extensión de la prensa, como el semanario de El Universal, que daba los partes informativos del momento. Salvador Novo decía que pronto los niños pedirían la radio luego de sus biberones.
Es el 17 de julio de 1928. La emisora CZE interrumpe la programación:
“Amigos del aire: con profunda pena comunicamos a ustedes que hace cinco minutos fue asesinado el general Álvaro Obregón, presidente electo de los Estados Unidos Mexicanos para el periodo 1928-1934. Un caricaturista cuyo nombre se desconoce le vació la carga de su pistola durante un banquete servido en su honor, en el restaurante La Bombilla de la lejana población de San Ángel, al sur de la capital”.
La prensa había perdido la primicia, por primera vez en su historia, frente a un evento de tal envergadura. Poco a poco, sin embargo, complementó la información que dejó estupefactas a centenas de familias (por aquel entonces ya había unas 15 estaciones de radio) hasta que la noticia se esparció en todos los rincones del país.
El asesino fue José de León Toral quien dijo que a él le correspondía la súplica de una monja porque alguien se encargara de Obregón. Su abogado defensor relató así el testimonio de León Toral:
“Yo descargué la pistola, no supe cómo hacían presión mis dedos sobre el gatillo; las detonaciones llegaban a mis oídos como ecos lejanos de ruido que se pierde; después, me dice León Toral: se me dieron golpes, golpes rudos; tal vez yo los percibía como si fuesen golpes dados con una almohada; así eran de suaves para mi cuerpo. Bajé los ojos, esperé tranquilamente ser muerto en aquellos momentos, y no me importaba, porque desde el primer paso que di persiguiendo al señor general Obregón cuando me determiné a arrancarle la existencia, cuando creí que cumplía con el deber de salvar lo que para mí es un credo religioso, santo, no tuve oportunidad ninguna para poder reflexionar sobre cada uno de los hechos que ejecutaba en el momento de la perpetración del acto que deliberadamente había yo querido y resuelto ejecutar”.
¡Bang, bang, bang! La representación de la escena era inevitable entre la letras de los diarios y las narraciones en la radio. Cinco minutos trascurrieron entre el hecho y su difusión, casi nada para aquellos tiempos y una eternidad en la actualidad. No faltó el registro periodístico del interés militar que por la radio tuvo Obregón y su muerte a balazos anunciada en la radio.
“Viva Cristo Rey”, dice una corona enorme a la entrada del panteón en Huatabampo, Sonora.
Lo último que vio en la vida Alvaro Obregón, fue su caricatura. La dibujó León Toral quien a punta de balazos acabó con la risa del Presidente electo.
Mientras, la radio siguió su camino. No sin antes difundir las palabras de don Plutarco Elías Calles quien afirmó que México había perdido al último gran estadista de su historia reciente.
¿Qué se escuchaba aquel año de 1928? Un trémulo tango que se llama “Esta noche me emborracho”. Y en el horizonte de la ciudad, pájaros de metal entre la ropa.
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