Hay un problema de clasismo en la sociedad mexicana: una descarnada jerarquización agresiva que no está basada en diferencias culturales o sociales y depende sólo de prepotencia económica. Aquí, la ignorancia está distribuida por igual en diferentes estratos. El clasismo, en abstracto, parece haber cobrado visibilidad, en alguna medida, porque el presidente del país aplica la palabra “clasista” para descalificar a opositores —y algunos lo son—, pero no salta a la vista que su gobierno tenga política pública alguna para neutralizar un problema que ni siquiera identifica con claridad. Me interesa cómo eso que llamamos clasismo se expresa en nuestro uso del idioma español y que abordar el clasismo sólo a través de adjetivaciones y consignas, lejos de contribuir a cambiar esa realidad, es parte de ella.
El clasismo mexicano, sin fundamento en diferencias culturales, se expresa también en nuestro idioma.
Hace algún tiempo, conversando con el cineasta Carlos Reygadas, surgió el tema del clasismo. Él tenía un cuestionamiento sobre el problema en el caso mexicano. Me hizo notar cómo en países como Gran Bretaña —lugar de larga residencia y de relación permanente para mí— hay diferencias significativas, no sólo económicas, entre las clases sociales. De la sorpresa pase al acuerdo con Reygadas. Él no lo llamó así, pero se refería, entre otras cuestiones, al consumo cultural: mientras que en los países desarrollados las clases medias y altas garantizan la funcionalidad de los mercados culturales, en general, los mexicanos solventes, e incluso los ricos, no muestran la menor comprensión y disfrute de las artes. En vez de eso, en México los integrantes de las clases medias y altas se solazan con entretenimientos elementales.
Como en varias caras de su diferencia respecto a clases acomodadas de otras naciones, es flagrante la ignorancia del mundo entre clases sociales mexicanas que se creen cosmopolitas y no lo son. Hay evidente falta de perspectiva internacional de los medios de comunicación. Ante graves sucesos extranjeros, periódicos y noticiarios de México optan por encabezados sobre alguna declaración circunstancial de cualquier político local, que en su arsenal de lugares comunes tendrá la frase “justicia social”, igualmente usada, por ejemplo, en votos matrimoniales por egresados de la universidad jesuita de la capital cuando la consideran pertinente para sus invitados, no porque la requieran sino porque se congratulan mutuamente de tener “conciencia social”. Esta falta de perspectiva global no se soluciona con personajes que se presumen como expertos sobre el mundo entero, ni con una o dos páginas que los periódicos influyentes tienen de noticias internacionales; así como tampoco hay cura mágica para el oportunismo.
Con este punto de partida, no se trata de caer en el despropósito de sugerir que el español mexicano sería clasista. Mi propósito es lanzar hipótesis sobre cómo la diferenciación social que construyen personas de algunos segmentos de la sociedad mexicana también pasa por lo verbal. Así, hay casos como la afectación idiomática de quienes suponen seguir tendencias globales —paradójicamente ostentadas como localismos— y nombran comercios en colonias costosas, o con rentas al alza, con denominaciones como “librería de barrio”, aunque lo común sea decir “colonia” y dejando de lado que “barrio”, en español mexicano, sigue teniendo connotación de un vecindario que ofrece peligros y dificultades a sus habitantes. O está también la relativa popularización, entre ciertas clases medias, de una acepción regional del verbo “ocupar”, que se usa en sustitución de “necesitar”. Esto podría carecer de significado, de no ser porque sucede al lado de expresiones que comparten un dejo de arrogancia, como: “¡No sabes!”. No hay que caer en la ingenuidad de la literalidad, pero tampoco es razonable desligarse de que cuando alguien pronuncia el “no sabes” se está colocando en posición de poder, de quien conoce cómo son las cosas y está en capacidad de explicarlas, o no, a su interlocutor. De manera semejante, decir “Por si ocupan” implica capacidad individual, uno decide sacar provecho o no de tal o cual cosa o circunstancia, en oposición a la indefensión de “necesitar”, que implica despojamiento. La resignificación de “ocupar” genera confusión, pero, como suele ocurrir en estas cuestiones, es impredecible qué pasará con el uso dominante en México. A pesar de referirse con frecuencia a establecimientos de lujo, hace años decir “antro” tenía —como “barrio”— un juego con lo popular y, a pesar de tal ingenuidad, ha ganado terreno.
El consumo cultural de las clases medias y altas de México es bajísimo.
Visibilizar un problema social es necesario, y lo único posible, en ciertos contextos y momentos históricos, no en todos. Permanecer sólo en la dinámica de hacer notorio un problema es, en el mejor de los casos, un proceder improductivo —si se pretende eliminarlo—, pero también es factible que sea una lógica con su propio propósito: adornar a quien asegura visibilizar, aunque se quede sólo en eso. En la película Los Caifanes (1967) hay una escena en que Carlos Monsiváis interviene como actor: entra a una taquería gritando: “¡Arriba la naquiza!”. Uno puede imaginar a Carlos Fuentes —coguionista del filme— hablando con Monsiváis, celebrando la ocurrencia de introducir ese parlamento. Ambos escritores no estaban solos en reivindicar lo que algunos llamarían culturas subalternas (aun si éstas son mayoritarias y relativas, pues cualquiera es “naco” para alguien más). A más de medio siglo de Los Caifanes, es claro que visibilizar no es revolucionar, ni es siquiera paso que termine siempre en carrera, aunque hacerlo ayude a cultivar reputación.
Otra práctica del habla mexicana que percibo como guiada por el clasismo es la imitación de expresiones típicas del español ibérico contemporáneo, por parte de un sector que se identifica como ilustrado, quizá ligado a la universidad pública más grande del país. Nuevamente, los hechos lingüísticos vecinos son importantes; en este caso, la innecesaria proliferación de palabras y frases del inglés en el habla de clases altas y medias. Innecesaria porque no nombra, por ejemplo, innovaciones tecnológicas ni otra necesidad semejante, sino que es llana sustitución de palabras de una lengua por otra. Esto llega al absurdo de inventar expresiones y, sobre todo, de exagerar pronunciaciones inexistentes en forma alguna del inglés. Quizá lo extendido del inglés imaginario de la Ciudad de México y su acompañante trauma de pronunciaciones inventadas esté relacionado con la cuestión del español peninsular.
Los intelectuales orgánicos del actual gobierno repiten las consignas del presidente del país.
Es contradictorio: gente que —sin la menor provocación— lo instruye a uno sobre lo apremiante de decolonizar a México, se muestra dispuesta, y pronuncia sin dificultad, giros tan impostados como llamar “tío” y “tía” a alguna persona, a repetir sin fin “vale” —en vez de “está bien” o “sale”— o a decir chico y chica, en lugar de muchacho y muchacha, que siguen siendo de uso mayoritario entre los mexicanos. Mi especulación es que quienes hacen esto tratan de dar un aire especial a su expresión y sólo queda suponer que en su ámbito social usar expresiones españolas no resulta payasada, sino que es visto como prestigioso. Este punto nada tiene que ver con nacionalismo lingüístico —respecto a una lengua europea—, ni con algún deseo de estancamiento del idioma. La transformación permanente del español es imparable. Lo que me importa es apuntar hacia las lógicas que pueden estar detrás de cambios sólo aparentes, pues se circunscriben a comunidades específicas.
En la película Los Caifanes hay un grito que dice Arriba la naquiza.
La adopción de “chica” por “muchacha” es particularmente reveladora del retorcido mecanismo de acusar a otros de clasismo, cuando, con frecuencia, se ejerce una manera de ponerse por encima de los demás. Ante la popularidad, en años pasados, de llamar despectivamente a las sirvientas “mi muchacha” —en lo que algunos veían una frase casi esclavista, quizá pensando en condiciones laborales—, se tiende ahora a tratar la palabra “muchacha” como tabú, algo innombrable. Así decir “sirvienta” es tachado, en los casos más benignos, de ofensivo; usar esta palabra común tiende a ser condenado por ciertas personas que pagan trabajadores domésticos y exigen el uso de eufemismos: “la señora que me ayuda”. Desdeñan la posibilidad de hacer labores domésticas por sí mismos, pero no la de atribuirse la cualidad moral de ser considerados.
Combatir el clasismo se considera como posición de izquierda, o “progre”, dirían imitadores de la versión ibérica de nuestro idioma. Pero calificar a alguien de “clasista” tiene también un sustrato religioso, que apela a planteamientos de igualdad entre seres humanos. Que el presidente mexicano espete “clasistas”, a diestra y siniestra —y sus intelectuales orgánicos le sigan el paso— son acusaciones moralistas a un enemigo inventado. Si se considera al clasismo como problema —y lo es, porque sin civilidad toda convivencia social se vuelve más difícil—, entonces, hay que atacar lo que realmente es. México es un país en que buena parte de los pleitos espontáneos —a mano limpia— derivan en combatientes que guardan prudente distancia: sus patadas sin técnica no alcanzan al oponente, la pelea se vuelve pantomima. En México el clasismo tiene consecuencias significativas que limitan la vida de unos, y sobre todo de otros. Hay en el país legiones de discriminadores que se presentan como adalides igualitarios. El clasismo mexicano es arbitrario —como en cualquier país— pero sus prácticas tienen la agravante de carecer de algún remoto fundamento, son, puramente, la violencia de la distinción.
Germán Martínez Martínez
culturalcritic@gmail.com
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.