Por Leonel Escalante Aguilar Cronista de Valladolid Yuc.
El Nacimiento del Niño Jesús es una de las fiestas más esperadas del cristianismo y está rodeada de arraigadas y muy antiguas costumbres que aún se conservan en nuestros días. En México las posadas son, sin duda, las más significativas al igual que las populares piñatas y el tradicional pesebre que se colocaba junto al árbol de navidad y que adornábamos con coloridas y frágiles esferas, series de foquitos y otros diminutos adornos. Qué decir de “la rama” y aquel alegre y pegajoso «…me paro en la puerta, me quito el sombrero, porque en esta casa vive un caballero», que cantábamos a viva voz con los amigos por todo el vecindario mientas hacíamos sonar con muy buen ritmo y con inocente alegría, aquellas tapitas de refrescos que colgadas en un trozo de alambre asemejaban rústicos cascabeles.
En todas estas inolvidables tradiciones, prevalecía un desbordado regocijo en torno del calor de la familia.
Pero hay una de entre tantas tradiciones de esos añejos tiempos infantiles que se ha perdido, tal vez por la llegada de la tecnología o por otros pesarosos motivos propios de la modernidad, y me refiero a la que tenía que ver con el envío de Tarjetas de Navidad. Era una costumbre muy bonita, pues a través de estas postales comunicábamos a nuestros seres queridos, la víspera del nacimiento de Jesús.
En ocasiones eran elaboradas a mano, ya sea pintadas o decoradas con diversos materiales y con motivos propios de la natividad: el pesebre con el Niño, la estrella de Belén, los Reyes Magos de Oriente, etc., aunque lo más común era encargarlas en alguna imprenta, revisando previamente su diseño.
El correo postal, también en desuso y en franca decadencia en nuestros días, era el medio más eficaz para hacer llegar las tarjetas y el medio también para recibirlas. El telegrama era igual muy solicitado por ser el medio más económico y, recibir uno en casa en días de gozo navideño, era igual de emocionante.

Sus mensajes cortos, lacónicos (Deséote celebres una alegre navidad en unión de los tuyos) propiciaban también mucha felicidad al recibirlos y gratitud hacia quienes nos los enviaban. Con mucha nostalgia recuerdo a don Pepe Villanueva, el inolvidable telegrafista con su característico silbato, llegar en su motocicleta para entregar ese pequeño y tan peculiar sobre amarillento en la puerta de la casa. Mis recuerdos vuelan muy aprisa y se estacionan precisamente junto al mostrador de aquella oficina en la calle 41, justo al lado de la casa de mi inolvidable tía Celia. Ahí estaban con su presencia siempre grata, don Carlos Cosgaya Aguilar quien fuera por muchos años el administrador de la oficina de Telégrafos Nacionales en Valladolid, sentado en su escritorio y desde donde con un ágil movimiento de sus dedos iba enviando aquellas señales eléctricas en Clave Morse con el conocimiento de un verdadero experto. Y ahí junto a él, doña Dorita Medina Peraza, su cariñosa esposa, con esa dulce sonrisa y amabilidad que tanto le caracterizó.
Cuando niños, las tarjetas de navidad las solíamos pintar en pequeñas hojas de cartulina blanca: Santa Claus en su trineo, un paisaje nevado con sus pinos, cajas de regalos y hasta un gracioso y deforme muñeco de nieve, eran algunos de los motivos favoritos que plasmábamos con los crayones y los lápices de colores. La confección de los sobres era también parte de la divertida tarea y ya con las tarjetas adentro, los rotulábamos y las entregábamos en la tradicional y divertida fiesta escolar navideña a los maestros y compañeros.
Me tocó, en varias ocasiones, acompañar al abuelo Jacinto a la oficina de correos, ubicada muy cerca de la tienda de don Rafael “Fayo” Centeno, para depositar en el buzón las
felicitaciones
para sus familiares y amigos, sin olvidar pegar antes las respectivas estampillas. Muchos de estos timbres postales los coleccioné y los mantuve guardados, por algunos años en una caja de pañuelos. El abuelo aprovechaba la visita a la oficina para saludar y entregar sus poéticas tarjetas a entrañables amigos como lo fueron Carlos “Gacho” Ontiveros Rosado, Francisco “Chito” Cosgaya, Luis Aguilar Chejín y Raúl Villanueva Sosa. Las
felicitaciones
del abuelo eran, como mencioné líneas arriba, sentidos poemas que salían de su inspiración y que escribía en su vieja máquina en las tempranas horas de la mañana antes de abrir el portón de su taller. El pausado sonido del tac-tac sobre las gastadas teclas, era muestra de su paciente e inspirada labor que con alegría se traducía en sencillos versos dedicados al Niño del Pesebre que pronto nacería: “…la grandeza de tu pequeñez vino a alegrar la tierra y en tu mirada se queda el amor que en ti se encierra” decía uno de esos dulces versos.
Mis padres mandaron hacer por costumbre y durante muchos años, esas hermosas y coloridas tarjetas que hoy, en víspera de las fiestas y “redrojeando” cajas de documentos, me encontré y me hicieron recordarlos con indescriptible y evidente tristeza. Todas tenían un destino y llegaban muy a tiempo a los buzones o debajo de las puertas de casas de familiares y amigos tanto fuera como dentro de la ciudad. Hoy las guardo como un imperecedero recuerdo de aquellas maravillosas épocas tan llenas de alegrías y fraternales convivencias en torno a aquel Niño Dios que aún, en estos difíciles e inciertos días, sigue siendo símbolo de paz, eterno amor y de abnegadas y sobradas esperanzas. ¡Felices fiestas para todos!