Nuestro espíritu nacionalista es resultado de un proceso histórico complejo que, durante el siglo pasado definió sus principales trazos entre la Revolución y el crecimiento demográfico iniciado a finales de los años 40 y afianzado durante los 70. Fue el México que se asomó a la urbanización guiado por los discursos oficiales del PRI y por varios presidentes que se creyeron la encarnación del país.
Ese espíritu asociado a la patria nos coloca en el ombligo del mundo y, entre proclamas del tipo “Como México no hay dos”, ha confirmado un perfil entre el charro, la bandera tricolor y la Virgen de Guadalupe, símbolos de la patria que resultan de la influencia española, el mestizaje y la religión católica.
Así, asociamos al país con el desmadre, la valentía de no rajarse y el respeto por la Morenita lo cual implica que la conquista cultural ha extendido sus brazos en el tiempo.
Somos, claro está, el resultado de un proceso de sincretismo donde también se halla la égida española como promotora de nuestra identidad (aunque amplias capas de la población renieguen de ello) y por eso somos, también, un país con enormes valores culturales.
Priva, sin embargo, la disposición por depositar en otros el destino propio, ya sea en el presidente, la política o los políticos, o las vírgenes y los santos, algunos de los cuales, puestos de cabeza, también resuelven peticiones amorosas.
Somos un pueblo fantástico en más de un sentido, pero también somos la base social que nos coloca entre los países más atrasados del mundo en relación con el trato a las mujeres, la violencia o, simplemente, la falta de espíritu para salir adelante. Priva la cultura de la derrota pero ésta siempre se esconde tras la fiesta interminable a la que remite septiembre cada año. ¡Viva México cabrones! (¿por qué cabrones, por qué el insulto?, quien sabe, no seamos aguafiestas y pongamos en estos días, una vez más, a este país en el centro del universo)
Marco Levario Turcott
mlevario@etcetera.com.mx
Director de etcétera