La librería Gandhi cumple medio siglo en un país con pocos lectores. El creador del milagro simplemente pensó en un sitio para “pasarla bien” con amigos que compartieran lecturas y café.
En 1971, yo tenía catorce años y estaba a punto de descubrir que la vida mejora por escrito. Mi vocación coincidió con la apertura de un local donde los libreros recomendaban autores con infalible puntería.
El dueño supervisaba los estantes como un rubicundo personaje de Las mil y una noches y tocaba los volúmenes con la mano experta de quien sabe vender alfombras voladoras.
En la escalera rumbo al piso superior, una inmensa fotografía recordaba al líder indio que asumió la política como una forma de la ética. Arriba se disputaban interminables partidas de ajedrez y se inventaban maneras de cambiar el mundo. Ahí, los adolescentes de entonces descubrimos los efectos combinados de la cafeína y el insomnio, que tanto ayudan a leer y a confundir la ansiedad con la lucidez.
Achar irrumpía en las conversaciones para sacar un chiste de su baúl de ingenios. Mientras acariciaba su barba de rey mago, repetía por enésima vez una broma que lo hacía reír como si se le acabara de ocurrir.
Cuando los libros de mi generación estaban en blanco, Achar abrió un oasis que prometía albergarlos. Uno de los parroquianos más asiduos era Óscar de la Borbolla, que escribía ahí sus artículos para Excélsior y los textos lúdicos de Las vocales malditas. Como conferencista, De la Borbolla aborda temas literarios y filosóficos (algunos de ellos de indudable abstracción) con la sugerente amenidad de quien departe en una tertulia. No es exagerado decir que sus virtudes pedagógicas se forjaron en las mesas de la Gandhi, tan proclives al método socrático.
Con motivo del medio siglo de la librería, De la Borbolla recordó un chiste de Achar que entraña una lección moral. “¿Sabes qué es el amor?”, le preguntó el librero. Para no perderse la respuesta, De la Borbolla confesó su ignorancia en esas lides. Achar continuó: “Imagina a una pareja que queda de verse en una estación del metro a cierta hora. Ella está arreglándose en el baño de la empresa en la que trabaja. Él mira el reloj en su oficina: aún hay tiempo, pero de pronto el jefe le pide que firme un montón de papeles. Ella llega a la estación y camina en el andén de un lado a otro hasta que, decepcionada, decide irse. Él llega a la estación y baja las escaleras en el momento en que el metro arranca. Ella lo ve por la ventanilla. Él le hace señas de que lo espere en la próxima estación. Ella entiende”.
Después de una pausa dramática, De la Borbolla escuchó el aleccionador remate de la historia: “¡El amor es la distancia que hay entre esas dos estaciones!”.
Lo significativo siempre está por suceder. Por ello, E. E. Cummings entendió que las citas amorosas se cumplen en el porvenir: “el futuro es nuestra dirección permanente”, y Vinícius de Moraes refutó las complicaciones temporales con una paradoja: “El amor es eterno mientras dura”.
La felicidad está en tránsito; mientras ocurre, lo decisivo es que siga ocurriendo. Esto se aplica tanto a los trabajos del corazón como a la cultura.
En su novela más reciente, Los apóstatas, Gonzalo Celorio aborda con valentía la historia de dos de sus hermanos, que sufrieron abusos en congregaciones de la Iglesia católica. Al referirse a Miguel, el mayor de ellos, el novelista ofrece una parábola sobre el sentido de las bibliotecas. Arquitecto de formación, el primogénito disponía de una inmensa colección de libros de historia del arte. Cuando Gonzalo visitó su biblioteca definitiva, experimentó algo extraño: “Caí en la cuenta de que en toda la estantería no había un solo espacio libre para dar cabida a un nuevo título. Como si el horror vacui con que suele definirse el móvil del arte barroco hubiera regido el acomodo de los libros. No era la suya, pues, una biblioteca viva, abierta a la recepción de nuevos volúmenes; era un repositorio cerrado. Y por ello, de alguna manera, muerto”. El espacio, de tan completo, anunciaba un final.
Lo mejor de leer es seguir leyendo. El conocimiento sirve para aproximarse a lo que aún no se conoce.
El amor y los libros ocurren entre dos estaciones, y la duración del trayecto depende de nuestras destrezas.
Cincuenta años después, el vagón impulsado por Mauricio Achar sigue en su camino.
Escritor, autor de «El Testigo». Ganador del Premio Herralde de Novela 2004 y del Premio Rey de España por su texto «La Alfombra Roja, el imperio del narcotráfico».